Por Alejandro Quiyono
“Es una locura odiar a todas las rosas porque una te pincho.
Renunciar a todos tus sueños porque uno de ellos no se realizó.”
Principito
14 de Julio de 1981, Mineral del Chico, Hidalgo, el viento sopló fuerte sacudiendo los verdes pastizales y las ramas de ese viejo eucalipto donde a veces me escondía. Cada soplo amenazante, a lo mejor me avisaba augurios oscuros del futuro inmediato que venía. En mi maravillosa mente de 10 añitos imaginaba que las ráfagas sacudían las velas de mi barco a punto de atracar en puerto enemigo. Yo saltaba entre los arbustos evadiendo balas enemigas. Ataques infructuosos que no alcanzaban las ideas de guerrero que normalmente actuaba.
Llevaba todo el día jugando en el bosque del lugar más bello del mundo. Unas veces un pirata, otras un soldado de la Segunda Guerra Mundial, pero siempre un héroe resolviendo misiones imposibles, luchando contra todo tipo de pequeñas posibilidades. Porque siempre me ha gustado irle al que no es favorito. Quizás por eso deje de irle al America y nunca pensé en aficionarme por los Patriotas. Me gustan los retos, venir de atrás, los equipos chicos.
Como cualquier niño tenía aspiraciones y sueños fantásticos. El mío fue muy simple. Yo quería ser futbolista. Meter goles ante miles. Quitarme la playera mientras corría de un extremo al otro del estadio, gritando al cielo la victoria del Tri. En ese entonces yo era el campeón goleador de la liga por tercer año consecutivo. Metí 50 goles en una temporada. En un solo partido logré 7 de los 8 goles de mi equipo. Era todo un crack.
Pero esa tarde mi sueño iba a romperse, literalmente partirse. Durante una de mis aventuras, mientras visualizaba que era un francotirador corriendo a toda velocidad para esconderme al otro extremo del campo, en un intento por evadir los proyectiles, brinqué como olímpico una gran distancia. Aterricé en un hoyo y la pierna se me fracturó.
Me perdí todo el año en recuperación. El sueño de ser futbolista, en ese entonces, aparentemente se esfumó. Yo seguí trabajando y entrenando como loco y apasionado que soy. Pero realmente nunca regrese a ser el mismo. Algo en mi cambió. Fue como si despertara de la vida rosa en un segundo. Ese niño indestructible, aventado y alocado que fui, empezó a medir distancias, a sopesar riesgos, a tomar decisiones...maduras. Algo en mi murió.
Me tomó 20 años revivirlo. Fue hasta mis 30 que volví a renacer y desperté del letargo que me había apagado. Veinte inviernos duró mi hibernación. Porque de pronto me di cuenta que había dejado de jugar, había dejado de soñar. Me di cuenta que tomaba la vida demasiado en serio y que perdía hermosas posibilidades por miedo a romperme.
El momento en que dejamos de jugar, es el momento en que dejamos de vivir. Y a mi me tomó un largo tiempo entenderlo.
En Soul Yoga jugamos. Entretenemos y engañamos a la mente para abrir el corazón. Exploramos las aventuras más extrañas, vivimos las locuras más intensas, para abrir el cerrojo del alma. A través de compartir yoga encontré un campo de juego, una maquina para hacer realidad mis sueños. Por eso cada clase que doy, es como organizar una celebración. Literalmente invito a los alumnos a mi fiesta, los empujo a vivir conmigo la asombrosa experiencia de ser.
Tu cuándo dejaste de soñar, cuándo dejaste de jugar?
Ahora, yo solo sigo jugando, solo sigo jugando.
Tú, solo sigue jugando.
Alejandro Quiyono
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