Por Alejandro Quiyono
Hay seres que brillan un día y son buenos
Hay seres que brillan un año y son mejores
Hay seres que brillan eternamente y estos son indispensables.
Los maestros verdaderos son seres así, seres que brillan durante toda su vida y el eco de su existencia resuena por décadas y siglos.
Los maestros verdaderos son capaces de sacrificar cuerpo mente y alma por su oficio. Son capaces de entregar tiempo, dinero, esfuerzo y hasta su vida misma por su dharma.
El maestro verdadero no se guarda nada, no se queda nada, no esconde nada, se presenta desnudo en alma y corazón, valiente y vulnerable al mismo tiempo, decidido a ofrecer al arte que ama.
El maestro verdadero camina a la sombra del templo, no atrás ni adelante sino entre sus pupilos. Y no les da de su conocimiento, sino les comparte de su sabiduría, amor y fe.
El verdadero maestro es como una luciérnaga, un bicho normal y quizás hasta feo de día. Más cuando la noche cae y las sombras son negras, estos seres, al parecer insignificantes, brillan e iluminan hasta la noche más oscura.
7 de marzo de 1986, un sábado soleado con aire frío impulsaba a 22 guerreros a entregar las piernas en el antiguo Centro de Capacitación. Sansón contra Goliat, la selección del Cecap y todas sus estrellas galácticas relucían su flamante primer lugar ante mi humilde Mexico Soccer. Nadie pronosticaba un final medianamente parejo, pero nadie sabía la verdad debajo de la historia. Después de 90 minutos de ardua lucha, mucho sudor y lágrimas, contra todo pronóstico, seguía empatado el marcador 3 a 3. Tal cual la tradición de fuerzas básicas, nos fuimos a la pena máxima. Todo mundo apostaba a nuestra derrota, pero solo nosotros estábamos seguros de la victoria.
Una semana antes uno de nuestros compañeros fue asesinado cobardemente. Mi querido Memo, le reclamo al idiota equivocado y lo balancearon.
Cualquier grupo ante tal tragedia se hubiera hundido, se hubiera cobijado en la excusa de la pérdida. Pero no las huestes de Ricardo Anzorena. Este corazón de león guió a sus jóvenes guerreros a lograr lo impensable. A vencer en campo ajeno a la Alemania de los juveniles. Ricardo guió, a 11 chavitos, a creer más allá de las posibilidades.
El partido no fue importante. El resultado fue menos importante. La forma en que su entrega se tatuó en nuestros corazones. Eso me lo llevo a la eternidad. Y no fue lo que dijo. No fueron sus gritos. No fue la estrategia. fue su Fe y su amor.
Maestros como Ricardo he tenido pocos: Quico, Toño, Jason, Shiva, Tito todos ellos genios en el arte de entregarse. Seres celestiales que no se guardan nada, que no esconden nada. que dejan nada para después. Seres que todo lo ofrecen. A estos maestros les debo todo, les aprendí todo.
Quizás por eso, cada vez que me encuentro ante el tapete me convierto en luciérnaga. Un bicho normal y quizás hasta feo durante el día. Pero cuando los tiempos más oscuros llegan. Ahí donde no hay luz, es donde emerge mi esencia.
Y lo único que hago es seguir la Luz de mis maestros luciérnagas.
Alejandro Quiyono
Comments